1.1 Elocuencia
La elocuencia según la RAE se define como:
1. f. Facultad de hablar o escribir de modo eficaz
para deleitar, conmover o persuadir.
2. f. Eficacia para persuadir o conmover que tienen
las palabras, los gestos o ademanes y cualquier otra acción o cosa capaz de dar
a entender algo con viveza. La elocuencia de los hechos, de las cifras.
Etimológicamente la palabra Elocuencia deriva del verbo latín: elocuor,
que significa hablar claro y distintamente, como decía Quintiliano: “Manifestar
nuestros pensamientos con claridad por medio del lenguaje.”
La elocuencia nació en las Repúblicas, porque allí
fue necesario persuadir a unos hombres que no se dejaban mandar: allí se
conservó siempre estimada, porque en aquella forma de gobierno era el camino de
las dignidades y de las riquezas. Éste fue el móvil para que en aquellos
estados populares se honrase, no sólo la elocuencia, sino todas las demás
profesiones propias para formar oradores, como la política, la jurisprudencia,
la moral, la poética, y la filosofía.
Históricamente la elocuencia precedió a la oratoria con la cual solía
ser confundida, considerándolas parte de una misma figura, sin embargo, a lo
largo de los años se han hecho estudios que han demostrado la diferencia de
ambas, pues, la oratoria tiene un sentido más general y retórico, en
cambio la elocuencia, no es sólo una elocución pública. La buena
elocuencia pide equilibrio y calidad de las palabras; extensión de las
cláusulas, sin el exceso, porque hay que saber usar unas veces la espada y
otras el puñal.
Cuando se habla, a parte del mensaje especifico que se quiere comunicar,
se está transmitiendo mucho más. El tono de voz, la imagen personal, los
movimientos, el perfume, las manos y sus movimientos. El público va más allá
del mensaje verbal estricto y se forma una imagen mental más amplia. Tras una
intervención oral de una hora, el público sólo recuerda un 30% del mensaje
total y guarda en su mente una imagen global, idealizada, de lo que ha visto y
escuchado.
¿En qué
consiste la elocuencia?
La elocuencia tiene dos propósitos que identifican
su condición auténtica: el de convencer y el de conmover. Estas características
definen muy bien el objetivo para el cual existe. El hombre elocuente, con su
estilo, utiliza el instrumento de su voz fluida para comunicar determinado
pensamiento y sembrar ideas en el auditorio congregado para escucharlo. La
improvisación de las palabras es espontánea y si acaso súbita o repentina, y
brota del caudal de su ilustración para decir lo que siente y lo que se
propone. La belleza de la expresión es fruto de una sensibilidad culta y nace
del alma.
Se acepta generalmente el criterio de que la
elocuencia, sustentada en el lenguaje oral, debe dividirse en diversas
tonalidades y propósitos de acuerdo con las circunstancias en las cuales se
vaya a ejercer. Los oradores deben escogerse según el escenario que convenga a
su condición. Hay oradores de plaza pública, de recinto cerrado, académicos,
forenses, religiosos, militares…
En ningún escenario basta que la expresión esté
iluminada por faros de moral o de verdad. Es necesario que la tesis y el
propósito de exponer el motivo formalicen un mensaje transmitido por una
garganta educada para emitir las palabras con un ritmo triunfal. La elocuencia
florece entre lo que se expresa —el mensaje—, cómo se lo expresa —la voz— y
quién lo escucha —el auditorio—. Estos tres elementos constituyen los pilares
del arte de hablar y tienen participación unánime en la creación de la obra de
arte tribunicio.
Condiciones
de la elocuencia
·
¿Cómo es el país,
anímicamente hablando?
El comportamiento del orador, en un país volcánico por temperamento, debe estar
acorde con el espíritu nervioso de sus gentes. El discurso no debe ser extenso
porque se vuelve tedioso, y un auditorio convulsivo puede tornarse pasivo.
Cualquier concurrente se fastidiará y se irá. Si no puede retirarse, hablará
con el vecino, o es muy posible que termine dormido.
Si el carácter de la nación es frío, como el de los
americanos del norte, muy difícil será entusiasmarlos. A esta clase de
espectadores no les interesa que la exposición sea larga o corta. Pueden
permanecer muchas horas sin escuchar, y las palabras del orador caerán como
lluvia.
·
La naturaleza de la lengua
Si,
por ejemplo, la lengua es áspera y rigurosa como la inglesa, a la vez altiva y
desdeñosa, el estilo no desempeña papel alguno en el escenario. Se debe buscar
el fondo de las cosas. El verbo debe liderar toda la frase, porque así se
concentrará más la atención del auditorio. Si la lengua es pomposa y dulce como
la italiana, imperarán la musicalidad de los períodos y la cadencia armoniosa
de las terminaciones. Si la lengua es la hispanoamericana, será necesario que
adjetivos contundentes coronen frases armoniosas para producir un efecto
emocional.
·
El ambiente político
que se respire
Se debe considerar un aspecto muy importante: la actualización del tema del
discurso según la coyuntura política que se viva. Cada época requiere su propia
elocuencia.
·
El auditorio La cuarta condición
está relacionada con el auditorio. ¿Ante quién se pronuncia el discurso? No es
igual el parlamento a la plaza pública. En nada se parece el recinto cerrado al
espacio abierto. Ante el pueblo, el gesto, el ademán y la voz han de ser
emocionantes y vibrantes y rebosar de calor. La exposición ante una asamblea
deberá ser eminentemente de fondo y exhibir la forma adecuada. El volumen del
discurso debe adecuarse a la distancia de las paredes para que la voz no
retumbe ni rebote. Las tesis
La
elocuencia y el miedo
El miedo que se siente antes de intervenir y que no
suele desaparecer durante toda la trayectoria del discurso es un elemento
decisivo en la ejecución del arte oratorio. Carlos A. Loprete, uno de los
grandes tratadistas sobre el apasionante tema, escribió:
“El gran enemigo del orador es el temor o miedo.
Este paraliza la lengua, seca la boca y la garganta, produce transpiración,
engendra movimientos torpes del cuerpo, los brazos y las piernas, traba la
articulación y la voz y, lo que es peor, obnubila la mente.
En una palabra, es un fenómeno psíquico
paralizante”. Cicerón mismo consideraba muy afortunado al orador que no
sintiera erizarse sus cabellos ante el público. Juvenal asemejó la emoción que
experimenta quien habla en la tribuna a la de quien pone un pie desnudo sobre
un reptil venenoso. Cuando le preguntaron a un grandilocuente y profundo hombre
público colombiano, el maestro Darío Echandía Olaya, sobre el miedo que sufren
los oradores, respondió, pacientemente, que ciertos personajes no temblaban de
miedo, sino de pánico. Pero también, en muchos, el temor se va desvaneciendo en
forma paulatina al avanzar en la exposición hasta desaparecer totalmente.
Referencias bibliográficas:
Girón Barrios (2008). Elocuencia: el arte de hablar. Postura, ademán, gesto y
voz. Desde el Jardín de Freud [n.° 8, Bogotá, 2008] issn: 1657-3986, pp.
99-112. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3773964.pdf
Capmany y de
Montpalau, Antonio de (1820). Filosofía de la elocuencia. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc542m2